“A Cencerro no lo mataron, Cencerro se suicidó”, le aclararon a la escritora madrileña Almudena Grandes hace no mucho tiempo en el pequeño poblado de Fuensanta de Martos, Jaén. Hasta allí había llegado la escritora siguiendo la pista, el mito, del guerrillero más célebre de la Sierra Sur. Tomás Villén Roldán, alias Cencerro. Su último libro, El lector de Julio Verne, es en parte esa historia, la historia de la resistencia republicana contra el franquismo, encarnada en Cencerro y contada desde Nino, hijo de un guardia civil, que en 1947, a sus nueve años, descubre el mundo republicano a través de su amigo Pepe el Portugués, que podría ser otro Cencerro. En la Sierra Sur se sigue librando esa guerra interminable, como ha decidido llamarla Almudena, y Nino tendrá que decidir que los enemigos de su padre, no son los suyos.
“Es la historia de unos españoles para quienes la guerra no terminó”, dice Grandes ahora en Buenos Aires, recién llegada de su Madrid. Hace rato que tomó partido en esta disputa interminable, porque “en una guerra entre fascistas y demócratas no hay que explicar de qué lado está el bien”. Almudena padece, es ella quien lo dice, una obsesión sentimental enfermiza por la Guerra Civil. Esa obsesión es la que va cristalizando en este último tramo de su obra, seis volúmenes dedicados a la resistencia durante la posguerra española. Ya publicó dos: Inés y la alegría y El lector de Julio Verne (Tusquets). Nos avisa que en 2014 tendremos el tercero, y que ya trabaja en el cuarto de ellos, una historia que tiene a Buenos Aires como protagonista. (Ver recuadro) Contada por una mujer que ha dicho que la literatura quizá pueda hacer más por la historia que los libros de historia.
-Dijiste alguna vez, en un prólogo de Las edades de Lulú, que debías tu fortaleza, tu tenacidad para convertirte en escritora a una debilidad: la soberbia. ¿Se puede escribir sobre la guerra desde la soberbia?
Es mi gran defecto. Una condición paradójica, porque te protege de otros pecados. Las personas soberbias no somos vanidosas, porque en el fondo, lo que opinen los demás, que son muy inferiores (risas), nos tiene sin cuidado. Por eso mismo no somos ni envidiosas, ni rencorosas. Pero la soberbia es muy peligrosa, porque te lleva a hacer el ridículo. Yo se que es mi defecto principal, y por eso me cuido de sus efectos. Pero a lo largo de mi vida ha sido un motor que me ha empujado. ¿Así que yo no? Os vais a enterar…Procuro no ser una escritora soberbia, pero no puedo evitar se una persona soberbia.
-Todo esto a pesar de que te has convertido en una escritora política…
Sí, pero empezaste hablando de Las edades de Lulú (su primer libro, 1989). Cuando miro atrás, tengo la sensación de que he estado escribiendo la misma historia. Durante los primero 10 años de mi carrera, me dediqué a contar los conflictos de identidad de mi generación: sexuales, ideológicos, familiares, políticos. Pero ya me aburría mirarme el ombligo, no tenía más que contar. Entonces cambié de registro, y escribí Los aires difíciles, que para mí es muy importante, una bisagra por la que se puede doblar mi obra por la mitad. Escribí luego El corazón helado. Y ahora estos episodios, novelas en las que yo pienso recorrer 25 años de la posguerra española, entre 1939 y 1964. Todas estas novelas tienen un epílogo que desembarca en la Transición. Digamos que los epílogos de estas historias enganchan con la infancia de Lulú, de Malena, las protagonistas de mis primeras novelas. Las edades de Lulú, aunque parezca mentira era en cierta medida una novela política.
¿Cómo es eso?
Estaba contando la España de los 80. La gente de mi edad era como las burbujas de una botella de champagne. Salió el tapón y salimos todos. Somos una generación en un país que había vivido atenazado por la vigilancia de la Iglesia, por una represión política, moral y física, y aquí no hablo solo de los fusilados. En lo relativo al cuerpo, fuimos la generación que aprendió a vivir el exceso sin culpa. Eso le da una dimensión política a aquéllas novelas. Era una actitud quizás inconsciente, que ahora es muy consciente.
-Los epílogos de estas novelas llegan a la transición, pero tu mirador es este presente de crisis, que ya permite una evaluación sobre lo que ocurrió con esas burbujas, algo a lo que no te podrás sustraer…
Uno de los grandes problemas de la España más contemporánea es que ha perdido sus vínculos con el pasado. Siempre hemos sido un país pobre, nuestras tradiciones tienen que ver con eso, y hemos sabido ser pobres con dignidad. Lo hacíamos bien.
Hasta ahora…
No, hasta los últimos 20 años. Porque en los últimos 20 años nos contaron que éramos ricos. Y nos lo creímos. Y perdimos nuestras referencias: la cultura del sacrificio, de la resistencia. Ahora, sobre todo la gente joven, está desconcertada. Nos dijeron que éramos ricos y no lo somos, ¿y ahora qué hacemos? Ese es un problema que sus abuelos no tenían. Se ha roto una especie de cadena lógica de la España de los últimos años.
¿Que empezó dónde?
La Guerra Civil supuso que una generación de españoles vivieran peor que sus padres, pero desde la primera posguerra hasta hoy, siempre habían vivido mejor los hijos que los padres. Ya no estamos seguros de que eso ocurra, hay muchos indicios de que nuestros hijos vivirán peor.
Saquémoslo del plano económico, ¿mientras las generaciones mejoraban su status de vida, sucedía lo contrario con esa cadena a nivel de conciencia…?
Bueno, sí, esa especie de desvalimiento actual tiene que ver con la falta de conciencia política, incluso de conciencia de la realidad. Esta pobreza estaba matizada por la solidaridad, por la predisposición a compartir con los demás, que eran nuestros iguales. Pero este no es sólo un fenómeno de España. La indolencia es un mal del siglo XXI. El siglo XX, hasta la caída del Muro, fue un siglo marcado por la intensidad. En el siglo XXI llevamos 13 años en los que no ha pasado nada.
Esa indolencia contrasta con un concepto que atraviesa estas historias: la guerra no terminó. ¿Buscas recuperar aquéllas resistencias?
Sí, es verdad. Pero estas son novelas de resistencia, y por eso ese dato está exacerbado. Yo cuento estas historias desde el punto de vista de los que no se rindieron. En Inés y la alegría, en El lector de Julio Verne, hay resistencia armada. A partir de la tercera entrega, hay otros tipos de resistencia. Es la historia de unos españoles para quienes la guerra no terminó.
Incluso más allá de la transición…
La guerra podría haber terminado si la transición se hubiese hecho de otra manera. La muerte de Franco era el momento ideal para poner fin a una guerra que ya no era armada pero sí cruenta. Franco firmaba sentencias de muerte hasta en su lecho de enfermo. Pero lamentablemente no fue así. Nuestra transición estuvo mucho más basada en los silencios que en las palabras, en el miedo que en la alegría. La consigna, tácita no expresa, que recibieron los españoles era a no remover nada, conformarnos con lo que teníamos. En la práctica era una propuesta infantil, vamos a hacer como que no hubo dictadura, y será como que no hubo dictadura. Cuarenta años de dictadura no se borran con voluntad. La transición se parece a una escena de Mary Poppins, donde ella toma de la mano a los niños y saltan a un dibujo, y pasan a vivir a otro mundo. Ese proceso determinó la fragilidad de la democracia española actual. No hubo ruptura expresa con la dictadura, no hubo democratización profunda. Ahora, lo de que la guerra no haya terminado, tiene que ver con la debilidad de la democracia española actual, con la clase de país en la que van a vivir nuestros nietos.
Durante el franquismo hubo una institucionalización, una normalización del oprobio, de la mentira, ¿cómo caló eso en las generaciones siguientes, en la tuya por ejemplo?
Muchísimo. España era un país secuestrado, sin conexión con el mundo. En 1968 las mujeres no podían heredar, eran mayores dos años después que los hombres, no podían trabajar sin permiso del marido, vivían en una situación anacrónica. Yo tenía 15 años cuando Franco murió, y había sido educada para vivir en un país que nunca existió. Es cierto, la dictadura se fue ablandando con los años, pero la educación fue de posguerra hasta el último día. Nos educaron para vivir en un país que no existía más. Y la diferencia generacional que hay entre nosotros y nuestros padres es abismal. Nosotros nos parecemos mucho más a nuestros abuelos que a nuestros padres. Mis abuelos pudieron escoger una vida, si iban a creer en dios o en qué iban a trabajar. Para mis padres había sólo una vida, la tomabas o te morías. No había opción. España siempre fue a contrapié, hemos llegado demasiado temprano o demasiado tarde a todo. Esos abismos generacionales tienen consecuencias en el carácter de los españoles. Mi padre nació en el 33 mi madre en el 35, esa es la generación pérdida por antonomasia del siglo XX español. Tienen que haber tenido esa sensación de vivir en una entelequia, un engaño. Por desgracia, la historia de mi país es para mí irresistible, ya me gustaría tener una historia más normal.
Hay héroes en estas historias, seres queribles, admirables de principio al fin. ¿Hay quizá una añoranza de esos héroes que nuestras sociedades ya no construyen?
Hombre, en un mundo tan pálido como el nuestro, es muy difícil que estos héroes puedan aparecer. Al final hubo un pensamiento único, el neoliberalismo es un rodillo que se ha impuesto, y no hay alternativas atractivas para la gente. Me enfada ver como los partidos de derecha copian la organización de los de izquierda.
Estoy tentado a decir que el PSOE ha pagado con la misma moneda, copiando a la derecha…
También. Y ni eso, el PSOE lo que ha hecho es olvidar su tradición. Pero lo que me da más rabia es que hasta la creatividad parece haber quedado en manos de la derecha. Lo constato permanentemente. Están muy favorecidos por una ideología dominante, que es la de ellos. No tenemos héroes como Pepe porque la situación es muy diferente.
La biblioteca con la que se forman estos personajes no es una biblioteca política, a excepción de Pérez Galdós, quizás…
No puede serlo. Yo a la biblioteca de Elena la miré mucho, miré bien qué libros ponía y cuáles no. Hay uno, de Alejandro Casona, republicano por antonomasia. Pero Nino no podía leer libros marcados, no se los prestarían porque estaría en riesgo. Sin embargo, la literatura de aventuras en esta novela revela su potencia. Leer a Julio Verne o a Stevenson le permite a Nino escapar de una realidad odiosa. El lee en primera persona. Y aprende definiciones distintas de lo que es un héroe y de lo que es un cobarde, de lo que es el bien y el mal. Hay un momento en el que dice que dejará de leer, porque si hace caso a los libros debería pelearse con su padre. Pero sigue leyendo, y los libros le salvan la vida. En ese sentido esta novela también es un homenaje a la literatura como forma de vida, a las novelas de aventuras. Se podría contar como la historia de un niño que consigue no ser guardia civil.
Vas camino a Chile, a un encuentro sobre la memoria por los cuarenta años del golpe. Allende hizo lo mismo que Cencerro, se suicidó para no dejar que lo atraparan…
Los suicidios, en los países con mala suerte, son un acto de resistencia. Ya que no me dejan poseer mi vida, al menos voy a poseer mi muerte. La historia de Cencerro, un héroe de leyenda como Robin Hood fue importante porque la pudo convertir en un acto de propaganda. Dispuso de su muerte y estropeó la victoria de sus asesinos.
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